La puerta de la casa de mi niñez tenía un picaporte que hacía un ruidito a manera de golpe, cada vez que mi papi la abría cuando llegaba para meter el auto. ¡Qué hermoso ruido! Mi papi por fin estaba en casa. Normalmente eso era por las noches, después de su trabajo. El garaje era largo y los dos autos se parqueaban uno atrás de otro lo que era un problema, porque mi mami no podía manejar el auto de mi papi y a veces debían intercambiarlos. Eso pasaba poco porque lo normal era que durante el día estuviésemos en la casa mi mamá, mi hermana y yo. Y alguna señora que trabajaba en el servicio, que pocas veces daba pie con bola a los requerimientos exigentes de mi mami.
Había un jardín con un farol en donde me gustaba girar de forma incansable y un arupo enorme que florecía de cuando en cuando. A continuación, la puerta principal que la que abrían solo para las visitas. Las ventanas tenían un diseño caprichoso en forma de arcos, lo que hacía que fuese una casa oscura y algo fría. Luego un vestíbulo cuadrado que unía a los dormitorios, con el área social y la cocina. Estabas en problemas si había visitas y querías pasar de un lado al otro. Era obligatoria la engorrosa tarea de saludar. ¡Cómo odiábamos eso! Tratábamos de pasar a toda velocidad o cubrirnos de alguna manera ridícula que hacía aún más evidente nuestra malcriadez.
La casa originalmente tenía dos dormitorios, pero con el tiempo hicieron uno más para tener un estudio. Yo compartía el cuarto con mi hermana, pero cuando quise mi espacio, cambié mi cuarto a una buhardilla que aumentaba mi independencia de manera considerable, aunque no total porque no tenía puerta ni paredes, sino apenas un pasamanos.
Me encantaba trepar y saltar de toda altura y hacer equilibrio en cualquier lado. Había pasamanos a sótanos, altillos, closets, arcos y demás desafíos que sortear en la casa de mi niñez. Eso era maravilloso.
Sin embargo, el lugar más lindo era la sala por la noche porque brillaban las lámparas que colgaban del techo, y hacían resaltar al papel tapiz labrado y las cortinas habanas. Así recuerdo haber cantado en la novena algunos villancicos clásicos con mi mami y mi hermana, sentadas en la alfombra gruesa que cubría el piso de parqué y acogidas por ese ambiente que resultaba entre elegante y acogedor. Esa casa ya no existe y esa familia tampoco. No como la recuerdo. Ya todos hemos crecido y cambiado, pero los recuerdos, los olores y los sonidos, perduran calentándome el corazón.