Cuando se caen los ídolos, se conoce el dolor, se pierde la inocencia, es cuando finalmente uno descubre que no tiene ni la mitad de lo que esperaba tener a los treinta –no necesariamente me refiero a posesiones materiales, aunque en mi caso también se aplica por elegir estudiar por siglos-.
Es doloroso darse cuenta de nuestra insignificancia y de la falta de control sobre nuestras vidas. A veces esto llega de a poco, con eventos más bien sutiles, ligeros baños de realidad que dan pistas de que las cosas tal vez no son tan fáciles como de joven se piensa. Sin embargo, hay ocasiones en las que sin piedad alguna, la vida nos atropella, con uno o varios momentos de tragedia inconmensurable, que viene a cuestionar todas nuestras pretensiones fútiles. Ya no importa no ser el mejor y no tener la vida perfecta. En esos momentos oscuros y lúgubres, solo esperas el favor de Dios confirmando que lo que vives es una pesadilla de la cual despertarás y confirmarás que el amor no te dio la espalda, que la muerte es reversible, que la enfermedad es curable, que los acreedores no se lo han llevado todo. No sé mucho de poesía porque no me provoca leer cosas tan abstractas, pero al pensar en los momentos tristes de mi vida, nadie como los famosos Heraldos Negros para retratarlos. El dolor es tan grande que ya raya en lo absurdo y es tan intenso que pensamos que nunca más nos desposeerá. ¿Quién quiere salvar el mundo o ser grandioso en esos instantes?
En efecto, ya no pensamos en la genialidad ni en la heroicidad –no solo porque tal vez no tenemos las capacidades u oportunidades para serlo- sino porque tal vez ya no nos interesa. Cuando aprendemos más de la vida y de la pena, cae el exceso de confianza en nosotros y en el futuro. Ahora, si bien podremos tener metas y sueños, principalmente esperamos acumular la mayor cantidad de momentos de paz y felicidad mientras todo esto dure. La alegría viene a ser más importante que las expectativas –muchas de las cuales ya no existen o han mutado. Ya no está tan mal no ganar un Premio Nobel, no tener la familia ideal, no salvar el mundo o no debutar en el Bolshoi. Nuestros grandes o mediocres esfuerzos tal vez nos lleven conquistas más modestas, pero sí que las disfrutaremos. En estos días, por ejemplo, he sentido que la felicidad llega a pesar de estar lejos de mis amores, porque la vida me sonríe al tener sol en medio de un gélido otoño mientras imagino el abrazo de los míos. Caminando por las calles de mi hermosa universidad, siento gratitud con la vida por la oportunidad de estar acá, disfrutando de algo que me gusta demasiado: aprender. Siento que finalmente se ha calmado la lluvia y ahora vivo la paz que le sucede. Esa paz, aunada a todos los regalos de la vida en estos últimos meses, hace que me sienta en verdad radiante, como no me he sentido hace varios años. Me veo tan privilegiada que “pienso si no es pecado, ser tan feliz y me da vergüenza” –como diría Leonardo Favio.
Hace una semana hablaba con una de mis mejores amigas, hermana de la vida desde hace diez años, de lo orgullosas que estábamos una de la otra por encontrarnos estudiando en distintos países, abrazando la gracia de la vida que nos daba favores. Sentimos tanta felicidad compartida, desde distintos espacios y experiencias, que llegamos a llorar por el sentimiento de gratitud y nostalgia que nos afloraba. Ayer en la mañana, sin embargo, me enteré que su hermano mayor murió. “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!..”. Una vez más Cesar Vallejo entra en escena a describir una situación que rebasa cualquier entendimiento. ¿Acaso festejabas con ella lo bueno de la vida? ¡Bum!
La vida es la suma de instantes que desapacen, pero nos cuesta seguirle el paso a la transitoriedad. A veces nos acomodamos tanto, que nos olvidamos que la vida es la suma de instantes. Augenblick es mi palabra favorita en alemán -de las poca que conozco-, porque llama al momento literalmente como el pestañear de un ojo.
Los dos instantes más intensos:
(Elijo dejar el bueno para después, porque prefiero esta perspectiva de saber que luego de la tristeza viene la felicidad, aunque ambas se persiguen las colas).
Escena 1:
LOS HERALDOS NEGROS (Cesar Vallejo)
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… ¡Yo no sé!
Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre… Pobre… ¡pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Escena 2:
(Ya festejaremos la felicidad juntas en otro momento).
LA VERGÜENZA DE SER FELIZ (Gabriel Celaya)
Cuando hay en la tierra tantos hombres que sufren
ser feliz da vergüenza.
Pero yo lo soy, casi sin querer.
¡Soy tan feliz, perdón!
Por el aire, por el mar, por la brisa,
por mi amor, por ¿qué sé yo?,
porque la vida se ensancha y es siempre diferente
( ¡Si usted viera ese Paul Klee!
¿Y ha probado unas almejas con Vouvray
del seco, no del otro? )
Por eso y otros detalles vale la pena vivir.
¿Saben cuál es el secreto?
Todavía no me he muerto,
y es más -muchos se indignan-
ni siquiera estoy enfermo.
Mi secreto es: Todavía