Cuando era más joven los amaba tanto. Salir de viaje siempre me llenaba de una sensación de vértigo del bueno. La emoción de la aventura. Recuerdo mis primeros recorridos sola en la adolescencia. Quería comerme el mundo. En los siguientes, reduje el ajetreo del itinerario. Menos destinos y más calma. De a poco, las cosas fueron cambiando.
No es lo mismo estar sola. Es difícil dejar atrás a tus personas favoritas. Hay gente que con el tiempo se vuelve vital, indispensable. Ya no le hace a uno tanta gracia vagabundear cuando necesitas la risa de tus hijos o el abrazo de quien amas y te ama. Creo que últimamente que los aeropuertos me han quitado más de lo que han traído. Así me siento hoy: vacía e incompleta.
Llegar a pensar en que puede ser deseable que el avión despegue sin mí por cierto descuido de tiempos y horarios -voluntario-, es una novedad. Esperar que el avión no se lleve a los míos es desgarrador. En estos momentos se entrena la famosa paciencia, que pocas veces antes fue tan requerida. Su cultivo fue más bien descuidado en estos tiempos en los que se espera inmediatez.
Un amigo me sugirió que me calme, que estudie y que cuando regrese sonará «Un velero llama libertad». Más allá de la chistosa referencia mental de Abdalá bajando del helicóptero, hoy sí siento esa voz que constantemente me increpa -¿dónde vas?, y en mis sueños dibujé gaviotas y pensé hoy debo regresar… (Bucaram, get away, es linda esa canción).
Espero pronto poder cantar «y regresó…». Ya me están cayendo un poco mal los aeropuertos. Espero reconciliarme con ellos cuando los planes ya no sean en solitario.