En la sala de espera previa a realizarse cualquier terapia vinculada a medicina alternativa es típico escuchar los prodigios que el doctor, terapista o sanador ha logrado en los cuerpos y almas de las personas que han seguido los tratamientos. Muchos de los visitantes del consultorio se encuentran únicamente “en mantenimiento”. Son ellos los que más enganchan al neófito. Con asombro, entusiasmo –y también ciertas dosis de escepticismo- uno se aferra a aquella opción reafirmada en esos testimonios, que por su naturaleza o rutinas parece en ocasiones estar vinculada con la magia.
Personalmente, me he sometido a varios tratamientos, que incluyen agüitas cuyos frascos deben ser golpeados previo a la preparación de la mezcla; bolitas blancas y dulces que me recuerdan a los pupitos –legendarios caramelos de la época escolar; plácidas relajaciones acompañadas por pequeños imanes que erradican nocivos virus y bacterias; tortuosas inyecciones de procaína –una anestesia no tóxica- que restablecen el flujo energético el en cuerpo; amargos goteros que tratan holísticamente los males que en aquel instante puedan acaecer –incluyendo ciertos achaques emocionales-; y finalmente, los tratamientos que sigo hoy, acupuntura y reflexología podal. He confiado a la milenaria sabiduría oriental la sanación de mi más recientes dolencias que la medicina alopática occidental –es decir la del doctor y la botica- no ha sabido desterrar. Debo confesar que la acupuntura es quizás el tratamiento más doloroso al que me he sometido en lo que respecta a sufrimiento físico. Sin embargo, el modificar ciertos hábitos que requiere la medicina alternativa es el reto más angustiante que he debido sobrellevar. Espero que las agujitas suplan ciertos pecadillos que a veces me cuesta seguir a cabalidad o a los cuales de plano no estoy dispuesta a renunciar.
La primera sesión
En varias ocasiones había recibido terapia neural, aquella que es a base de pinchazos interminables de procaína en todo el cuerpo, lo cual me llevó a pensar que podía sobrellevar mi primera sesión de acupuntura con el estoicismo que raya en cierta vanidad del que ya todo lo sabe. Las primeras agujas generaron poco impacto, tenía yo razón –creí- no duele tanto como dicen –ellos, los débiles-. Sin embargo, cuando el doctor introdujo una de sus pequeñas púas junto al peroné, sentí que mi pierna entera era triturada desde la cadera hasta el pie. En un ejercicio de rechazo al llanto, trataba de ahogar los quejidos con hondas respiraciones y, de seguro, horrorosas muecas. Eso ha de sentir la persona que es atropellada por un camión –pensé-. La imagen de los monster trucks que pisan autos persistió en mi mente durante esos incontables minutos. El médico me sugirió, con la amabilidad del despropósito, que tenga paciencia porque aparentemente ese era el punto energético vinculado a mi enfermedad. Yo, que creo tener alta tolerancia al dolor, ese día estaba al borde del llanto mientras luchaba por encontrar “mi paz interior”, ese lugar en donde se supone no existe el dolor –¿es eso siquiera posible?-.
Las dudas
A pesar del sufrimiento intenso durante la sesión y posterior agotamiento extremo, opto generalmente por terapias alternativas frente a la medicina alopática, no solo porque me siento satisfecha con los resultados sino porque me cuesta confiar en la medicina del doctor tradicional. El recelo se debe a la visión reduccionista sobre el cuerpo humano que observa con una visión especializada a cierto órgano, asumiendo que éste se enfermará en solitario y se lo atiende por separado, como si no fuese el cuerpo un sistema complejo. Espero que mis amigos doctores no se ofendan, pero creo que en ciertas ocasiones su gremio plantea opciones que no necesariamente son las más acertadas. Espero también que no me increpen con que en base a la teoría germinal de las enfermedades infecciosas que refutó la generación espontánea de males como la peste bubónica, el cólera o la clamidia, han logrado salvar miles de millones de vidas. Ese tipo de ejemplos los tengo claros y profeso una profunda admiración por esos genios de laboratorio como Pasteur, Flemming y Kotch. De seguro, en las últimas décadas también existieron y existen muchos más investigadores anónimos para la mayoría de la humanidad, que bajo cánones de la ciencia tradicional, han traído luces sobre males que nos aquejan. No obstante, también es evidente que hay corrupción dentro de la investigación que hace que medicamentos cuya efectividad es dudosa se introduzcan al uso humano de manera generalizada más bien respondiendo a intereses económicos. Un ejemplo vinculado al rendimiento financiero en detrimento del bienestar del paciente es expuesto en la película Dallas Buyers Club. Allí, un vaquero (McConaughey) y una mujer transgénero (Jared Letto), ambos enfermos de SIDA, ante la manifiesto deterioro sufrido tras el uso de los antiretrovirales recomendados, organizan viajes a México y Japón para proveerse de otras opciones más efectivas para los enfermos. Cuando sus tratamientos ganan popularidad entre la comunidad seropositiva, empiezan los hostigamientos de la FDA que mientras ejercía su función de impedir el expendio ilegal de medicamentos protege los intereses de los monopolios farmacéuticos en el mercado americano. En este contexto de millonarios sesgos, resulta difícil confiar totalmente en las prescripciones de los tratantes.
Las emociones que enferman
Muchas veces puede haber una combinación entre el reduccionismo de lo alopático y el holismo de lo alternativo. Lo ideal para mí es encontrar un equilibrio. En este punto, yo considero que algo indispensable ante cualquier enfermedad es la exploración de nuestras emociones que pueden estar provocando alguna obstrucción reflejada en el cuerpo. En ocasiones lo que esconde el exterior puede ser un malestar emocional que al ser trabajado libera o evita enfermedades. He visto como ciertas emociones pueden tarde o temprano llegar a ser mortales. Ciertos sentimientos tienen la capacidad literal de podrir y aniquilar por dentro, como la tristeza o el rencor que corroen los órganos.
El acceso y la pertinencia
Cuando mis males no pueden ser tratados por medicina alternativa o al menos acompañados por ésta –pues no llego al extremo de repudiar las vacunas o rechazar los antibióticos en casos extremos- recurro a la medicina alopática. Hay que reconocer que a veces la impaciencia hace que gane la deseable rapidez de la medicina tradicional sobretodo en caso de dolor extremo o de una crisis alérgica. Sin embargo, es de lamentarse que a veces la medicina occidental sea la única opción disponible y también la más asequible en términos de precio. Mi seguro médico en EEUU, por ejemplo, no cubre sesiones de acupuntura pero sí otros tratamientos a los cuáles me he sometido varias veces sin mucho éxito. Repetitivas réplicas del mismo mal, ardores estomacales y la idea de que un síntoma esta siendo callado sin explicar su verdadera causa, es lo que normalmente me provoca la medicina occidental y me lleva a intentar otras opciones.
Detrás de la enfermedad
En este modesto recorrido que he tenido entre diversas terapias alternativas, la enfermedad se ha transformado en un llamado hacia la introspección, el análisis de la raíz de ciertas emociones y la modificación de ciertos hábitos incluyendo relaciones interpersonales nocivas. También me ha servido para saldar cuentas con los demás pero sobretodo conmigo misma. Tal vez por eso me entrego rara vez y jamás únicamente a la medicina alopática, que mira únicamente la química o la biología y desestima todo “lo otro” que puede estar detrás de una enfermedad. Asimismo, me disgusta la soberbia intelectual de algunos practicantes de la medicina occidental así como la posibilidad de la interferencia de ambiciosos intereses ocultos en ciertos tratamientos. Con esta reflexión, no quiero atacar a la medicina alopática ni a los médicos, sino más bien hacer un llamado al cuestionamiento de nuestros criterios y actitudes con la que recibimos a las padecimientos que nos sobrevienen. Al final, para la construcción de nuestra ética personal, debemos realizar un constante juicio crítico a lo que entendemos como verdad. En este sentido, si no nos inmutamos y nos mantenemos rígidos a pesar de las experiencias diversas que están en nuestro entorno, el intento de consistencia con nuestras creencias puede convertirse en irracionalidad. Es sano poner a prueba nuestra propia opinión y expandir las posibilidades para experimentar el mundo plenamente.
Así, gracias a experiencias familiares y personales, cuando promocionan seguros de salud en los que por una cantidad determinada de dinero, puedo obtener una prima que cubre el tratamiento para el cáncer, me pregunto si en caso de llegar a padecerlo, optaría yo por la vía tradicional de las cirugías, las radiaciones o quimioterapias. La verdad, lo dudo, pero espero nunca tener que decidir sobre eso. Por el momento, sólo puedo decir que me siento agradecida por tener salud y por el milagro que se esconde detrás de todo tipo de experiencia sanadora, ya sea una limpia, un antibiótico o la homeopatía, porque para mí lo más importante frente a la enfermedad es no dejar pasar la oportunidad de mirar hacia el interior para luego, con toda fuerza, honrar la vida.