Los Innuit que Canadá deportó al Polo Norte
Comparto un artículo mío, que habla de lamentables hechos ocurridos a mediados del siglo pasado con nativos americanos en Canadá. Fue publicado en «La Barra Espaciadora».
http://labarraespaciadora.com/portal1/2014/06/25/los-esquimales-que-canada-deporto-al-polo-norte/
Marcar territorio
El Gobierno Federal de Canadá, en la década de los cincuenta del siglo pasado, decidió afirmar su soberanía en sus territorios del norte de América. Esta había sido cuestionada debido a la ausencia de asentamientos humanos.
El contexto de Guerra Fría motivó al fortalecimiento de la presencia civil canadiense en esa zona, que por su posición geográfica, bien podía convertirse en un codiciado punto operativo para cualquiera de las potencias. Al ser Rusia -soviética en esos años- el mayor país con el cual Canadá comparte la posesión del Ártico, y ante la frecuente presencia de fuerzas estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra, surgió la necesidad de prevenir la pérdida de control de la zona, lo que motivó al Gobierno a gestar el práctico pero violento proyecto de poblar forzadamente el norte. Los llamados a cumplir esta noble misión para los más altos intereses nacionales serían familias inuit, pertenecientes al grupo conocido como esquimales –o nativos americanos del Ártico.
Para esto, previo a la deportación, miembros del Gobierno visitaron insistentemente a las familias indígenas que iban a ser trasladadas, exponiéndoles la necesidad imperante de migrar de forma temporal hacia zonas que traerían mayor prosperidad y abundancia de recursos, de acuerdo con sus costumbres alimentarias y habitacionales. El plan parecía convenir a los inuit, lo que sirvió de fundamento para argumentar, en disputas posteriores, el carácter voluntario y consentido del desplazamiento. Dijeron, además, que todos los viajantes permanecerían unidos y que podrían regresar a su comunidad al cabo de dos años. Así, en 1953 y 1955 se deportó a diecinueve familias que para ese entonces habían modificado ya su carácter nómada y habían conformado asentamientos. Su comunidad, Inukjuak, localizada en la costa de la Bahía de Hudson, dentro de la provincia de Quebec, sería testigo de la migración de estos grupos hacia el desierto ártico, a aproximadamente 2 000 kilómetros al norte, en la región más grande y más boreal de Canadá, Nunavut.
Esta nueva zona que debía traer bondades ilimitadas, prometidas por los miembros del Gobierno Federal que estaban encargados de la deportación, resultó ser -para sorpresa de las familias indígenas relocalizadas- un territorio inhóspito y estéril, con temperaturas promedio inferiores en 20º centígrados respecto de su lugar de origen. Muy pronto llegarían meses completos de oscuridad. Las familias que fueron transportadas bajo mentiras y presiones en un tortuoso viaje de 6 semanas en barco, no solamente sufrieron el desarraigo, sino que además fueron abandonadas en pleno Polo Norte, literalmente, sobre el Círculo Polar Ártico.
Una vez ahí, las familias –en contra de su voluntad- fueron separadas en dos grupos que serían destinados a distintos puntos: Bahía de Resolute y Grise Fiord. A esos lugares desconocidos que los recibían con nieve en el verano, fueron relegados. Pronto se dieron cuenta de que podían morir de frío o de hambre. Recibieron asesoría de tres familias de indígenas del norte –reclutadas igualmente por miembros de la Real Policía Montada de Canadá y forzadas a abandonar su comunidad-, que habrían de enseñarles técnicas de supervivencia en el desierto ártico, incluyendo la caza de animales que ellos no conocían, como los osos polares.
La rehabilitación de los nativos
Al hecho humillante de haber otorgado a familias enteras el rol de hitos humanos, garantes de soberanía territorial de Canadá en los territorios del norte, se le suma crueldades adicionales, vinculadas aún más con el racismo de Estado. Por ejemplo, a pesar de la abundancia de comida que tenían las bases canadienses localizadas a pocos kilómetros de los campamentos indígenas, de lo que se deduce una cadena de aprovisionamiento instaurada, había una interdicción de contacto entre los dos grupos. La Real Policía Montada había prohibido a los militares proporcionar comida o cualquier tipo de asistencia a las familias inuit porque –según indican documentos oficiales- estaban en un período de rehabilitación y reconexión con lo ancestral. Las familias, antes de ser deportadas, se abastecían parcialmente cazando, ya no se comportaban como grupos nómadas puesto que a inicios de siglo habían entrado en contacto con mercantes a quienes proveían pieles. Con el tiempo, asentamientos se formaron en torno a este comercio y a trabajos de construcción de infraestructura requerida durante la Segunda Guerra Mundial. En 1945 tras la insistencia del Gobierno Provincial de Quebec sobre la pertinencia de la responsabilidad del Gobierno Federal sobre los pueblos inuit y ante las censuras del gobierno de Estados Unidos sobre el crítico estado de los pueblos aborígenes en lo que respecta a servicios sociales, se reconoce la ciudadanía canadiense de los indígenas y con esto sus derechos. La asistencia social, sumada a los cambios en las relaciones económicas modifican las costumbres en las comunidades inuit, y hacia los años 50 había un asentamiento de población creciente y más fortalecida. Por lo tanto, en un contexto de Estado de Bienestar, representaba un menor gasto, especialmente en ayudas económicas –welfare asistance-, el hecho de que los indígenas recobren sus costumbres ancestrales nómadas en el norte del país. ¡Qué caro era que se unieran a la civilización! Así, las deportaciones buscaban tanto poblar el norte así como generar un ahorro al Estado. ¡Dos pájaros de un tiro!
Robar comida de perros en los depósitos de los campamentos del ejercito salvó la vida en los primeros años de las personas deportadas. Aprendieron a vivir en carpas, sorteando inviernos que alcanzaron temperaturas de -40ºC, con vientos que impedían construir iglús para guarecerse sino hasta ya avanzado el invierno. Apenas en 1962 el Gobierno construyó casas definitivas y los niños empezaron a asistir a la escuela. El momento preferido: la hora de comer. Personas engañadas, deprimidas y posteriormente alcoholizadas fundaron los asentamientos que subsisten hasta hoy.
El retorno y el culpable
Pasaron 21 años desde la deportación antes de que seis familias pudieran, por sus propios medios, volver a Inukjuak. Frente a los reclamos de los grupos deportados se inició un período de pugnas, relocalizaciones, indemnizaciones e intentos de negar la magnitud de la desgracia impuesta de manera arbitraria a un pueblo. Cuando ya pudieron decidir, unos regresaron, otros se quedaron porque ya habían nacido ahí, su hogar estaba en el norte de Nunavut, el norte del norte. Nuevamente, separaciones ocurrieron entre los que regresaron y los que optaron por hacer sus vidas en el desierto que les era conocido. Es particularmente impactante el momento en el que los protagonistas de esta historia se reúnen en el punto en el que fueron abandonados para hacer una ceremonia de sanación que buscaba promover la paz con el pasado –las paces más bien, porque son muchos los agravios y cara herida requiere una batalla. Esto ocurrió después de que el Gobierno Federal, a través de su Ministerio de Asuntos Indígenas y Desarrollo del Norte de Canadá, apenas en 2010 y tras la presión pública generada por el estreno del documental Martha qui vient du froid (Martha que viene del frío), finalmente pide disculpas públicas a los desplazados por uno de los capítulos más oscuros de la historia de ese país. Más allá de las compensaciones económicas otorgadas y el apoyo para el retorno, todavía no sentían que su dolor había sido respetado. Había la necesidad de que se reconozca la verdad. Las disculpas fueron siempre esperadas, porque aunque son únicamente palabras, había un sentido de justicia en el reconocimiento de la culpa. Igualmente, éstas sirvieron a las nuevas generaciones para entender de mejor manera su propia historia y la tristeza de sus padres.
Testimonios
Dramas personales de la deportación y de las décadas de desplazamiento que le siguieron han sido recogidos en una serie de cortometrajes temáticos construidos a partir de entrevistas a personas que fueron víctimas de este arbitrario ultraje del Gobierno. Estos testimonios están compilados en el recientemente lanzado proyecto web, que lleva el nombre de Iqqaumavara, que en inuktitut significa, “yo recuerdo”, apelando a la toma de conciencia y difusión de realidades provocadas por la decisión política de la deportación. La soledad, la tristeza, la rabia, el miedo y la humillación, gracias al prodigio del video, acá tienen rostros.
Por mi parte, la única vez que yo pregunté sobre la existencia de pueblos nativos, cuando viví en Canadá, obtuve una respuesta común en sociedades que no han logrado superar los conflictos coloniales: “sí, hay indígenas, viven muy bien de nuestros impuestos, en reservas, sin trabajar ni producir nada”. Ahora lamento mucho el no haber profundizado en el tema en ese entonces, hace más de una década. Lastimosamente, once años después, la percepción no ha cambiado “ellos ya no quieren cazar, ni pescar, ni vivir en iglús, pero tampoco quieren trabajar, estudiar, ni integrarse a nuestro sistema, deberían elegir entre el pasado o el presente, pero hacer algo al respecto”, se puede leer –a modo de mezquina explicación- en comentarios bajo noticias que hablan de la precariedad de las condiciones de vida de los inuit en nuestros días. Una de las notas encontradas indica que los inuit son los indígenas de países industrializados que más sufren de hambre. De alguna manera, siguen siendo abandonados en un país rico.
El Estado
No sé si exista algún país que tenga éxito en la integración de distintos grupos étnicos en contextos poscoloniales. Políticas públicas que respeten a la cultura de las nacionalidades indígenas pero que garanticen su derecho a una vida material digna es algo muy difícil de concebir, aún proponiéndoselo, que es algo que, al menos en discurso, se intenta en las últimas décadas en ciertos países como Ecuador. Lamentablemente, abusos deliberados a pueblos enteros como estos, siguen ocurriendo en distintos puntos del planeta, y no en pocos. Con pesar somos hoy testigos de cómo en Ecuador se arriesga la vida de pueblos enteros, porque su localización geográfica estaría impidiendo que el Gobierno haga usufructo de recursos naturales que beneficiarían a la mayoría de la población. Tengo la sensación de que el Estado, como institución, siempre opta por sacrificar a los más débiles al momento de decidir qué vidas son más importantes y qué derechos son más legítimos. Al final, el sacrificio al que se les está forzando, garantiza los altos intereses nacionales, supuestamente.