El sábado pasado, conseguí tras días de presión a mis padres, que vayamos juntos a ver Cirkópolis, obra de Cirque Éloize. Creo que accedieron a acompañarme no únicamente porque al estar de paso en el país de alguna manera tengo cierto poder de imponer agendas familiares, sino porque ellos deben de sentir responsabilidad por haber cultivado desde mi temprana infancia una devoción al circo. Obviamente, el espectáculo que presenciábamos mi hermana y yo desde pequeñas incluía payasos, enanitos -como parte del freak show-, animales y demás números propios de los circos tradicionales. Cosas que hoy son mal vistas. La verdad poco me acuerdo de eso. Lo que en mi mente hasta ahora queda, son los acróbatas. De hecho, de niña mi sueño era ser trapecista.
Tuvieron que pasar muchos años desde la niñez para volver al circo. Durante el colegio y la universidad hice danza contemporánea, clásica y también clown. Pero era ya muy tarde y no podía ser ni bailarina ni trapecista. Ojalá mis padres hubiesen escuchado más a la niña que soñaba con la contorsión y los saltos –o tal vez hicieron bien al ignorar mis chiquilladas. Eso sí, la magia de un escenario la experimenté y aunque éste albergaba a aficionados que se equivocaban e improvisaban, la sensación es algo incomparable. El escenario, como pocas cosas, provoca emociones poderosas. Euforia.
En mi adultez –qué adulta soy-, he presenciado algunos espectáculos de circo, de aquellos cuya producción es laboriosa y cuenta únicamente con humanos –acróbatas, clowns, actores y músicos- en shows deslumbrantes. He visto tres maravillosos shows del Circo del Sol, todos fuera del Ecuador. Sin embargo, en Ecuador he llegado a presenciar maravillosos espectáculos circenses.
Donka- Una Carta a Chejov, por ejemplo, fue para mí una experiencia sublime, divertida y profunda. La sensación de deslumbramiento me duró por semanas: esa alegría que deja el haber vivido la perfección, lo imposible. Las melodías de los artistas musicales ya en sí mismas eran un espectáculo. Hasta ahora, si bien ya no recuerdo claramente la obra me queda la sensación de haber sido parte de algo maravilloso. Sigue la estela de la magia dentro de mí. Doctores, enfermos, locos, pescadores, todos en una poética.
Respecto de Cirkópolis de Cirque Éloize, puedo decir que es una obra divertida pero que a ratos llega a ser deprimente y estresante, porque expone momentos de opresión y angustia dentro de una vida de trabajo cotidiano. Obreros y oficinistas interactúan erráticos con mucha rapidez y sin mucho sentido, dentro de la vida mecánica que el sistema impone. No obstante, en medio de los engranajes de las máquinas y los montones de papeles se llega a encontrar maravillosos momentos para permitirse soñar – ¡Arrrgh! escribir esto me recordó al perturbador y patético personaje de Bjork en Dancer in the Dark, digamos que la idea es la misma pero esto quedó bonito-. En esta obra, la imaginación y la melancolía detienen el ritmo y finalmente la vida es honrada cuando se ignora «el deber». El momento cumbre: la muchacha en vestido rojo bailando con la rueda cyr. Una persona que con tanta elegancia y gracia, gira sostenida de un aro personifica la belleza, es necesariamente un ser divino cuya misión era recordar que el bien existen. Su acto sobrecoge el alma como una alegoría del espíritu libre.
Todos necesitamos a Donka en nuestra vida y espacios de aros gigantes en la cotidianidad porque solo así vale la pena vivir. Obras como éstas le dejan a uno lleno de ganas de soñar. Por eso desde pequeña, hasta ahora y seguro hasta mis últimos días amaré el circo, porque ahí es donde la magia y lo imposible ocurre. Después de estar ahí, uno vuelve a creer que todo es posible y que si, esos acróbatas y bailarines, siendo humanos –¿lo son?- logran algo tan deslumbrante, que hipnotiza a tantas personas, tal vez uno también pueda hacer magia y derrocharla hacia otros de alguna manera, y el mundo pueda ser mejor.