Lo más difícil es reunir la fuerza necesaria para reconocer que algo terminó. Para salir de un ideal que no resultó ser lo que se esperaba. Poner los pies en la tierra y darte cuenta de que no existe en la realidad esa fantasía de tu mente a la que te aferras. Justo el afán de forzar las cosas te consume día a día. En mi caso, era literal. Me consumía el cuerpo y era un esqueleto. Consumía café y tabaco de manera obsesiva mientras miraba a la ventana. Enajenada de lo evidente.
El día de la epifanía, topé fondo. Era demasiada la destrucción a la que “el amor de mi vida” y yo (en especial yo) nos habíamos sometido por el deseo de materializar la promesa de la eternidad. En ese día de crueldad y decadencia, salí a desfogarme en las calles de París. Sola. Caminando sin rumbo. Entre sollozos. Me senté en un puente sobre el Sena a cuestionarme todo. ¿Cómo yo había terminado en eso?
Una mujer de la que la gente cercana dice ser valiosa, inteligente, educada, fuerte y arriesgada, llorando desorientada entre las calles tras un episodio surreal de violencia y destrucción. Yo no valía nada. Lo que más pena me daba, era la decepción que iba a causar a mis padres. No por mi fracaso amoroso, sino porque iban a descubrir que su hija no era nadie. No valía nada. Por eso estaba en ese estado, en ese momento, en ese lugar y con esas heridas. Uno vive la vida buscando la aprobación de ellos y ahora me conocerían insignificante.
El desconcierto me invadió. ¿Qué hacer ante semejante revelación? Estaba tan perdida que busqué algo de certeza en un símbolo de la infancia. Terminé de atravesar el puente hacia el mítico barrio de Saint-Germain-de-Près y sin nunca haber sido católica me metí a una iglesia. Quería pedir una guía porque todo me había sobrepasado.
¿Qué debía hacer? Quería que me ayude el Dios de mi niñez, el de los eventos católicos de los kitsch de los barrios del Ecuador. Total, él tiene semejanzas con el Dios que me he ido fabricando durante los años, más a mi medida. Justo iniciaba una misa. Mi primera misa en años. ¿Qué día era ese? ¿Domingo?
De repente de la nada, los cantos de la infancia. En español. Qu’est-ce qui ce passe? Espagnol? ¿Estaba yo en París? ¿Mi locura se había desatado por completo? Fue como si hubiese recibido un abrazo pues me remitió a tiempos más felices. Pensé en algún bautizo o primera comunión de algún primo. En los juegos. En lo familiar. En lo despreocupado y espontáneo. ¿Qué hacía ese pedazo de mi vida en Saint-Germain? En el barrio de Simone de Beauvoir y Sartre.
De repente, empieza el sermón como si fuese una reprimenda. Una cachetada para salir del shock en el que me encontraba. Espabilar, como dirían los españoles. Jesucristo le dio la posibilidad de volver a la vida a Lázaro. “Levántate y anda”. Pero no podía dar el paso por él. Él tenía que decidir mover el pie. ¿Y tú? Nos increpaba el curita colombiano en medio de la Ciudad de la Luz. ¿En dónde estás atrapado? Toma decisiones. Sal de ahí. Levántate. Anda. Asúntante. Como dirían los monos.
Mi Dios se las había ingeniado para darme la respuesta que necesitaba. Porque bien podría haber hablado el curita de cualquier otro pasaje bíblico y yo habría salido más animada con alguna canción religiosa en la mente. Pero no. Me el mensaje era salir de ahí. Levantarme. Irme. Dejar de arrastrarme por los suelos esperando imposibles. Mi Dios tuvo sus voceros y casualmente usó la misa de la comunidad hispana de cuya existencia no tenía idea.
Me tomó un par de meses concretar la separación. Pero ahí se sembró la semilla. Al universo le importaba. No era menos que nada. Era parte del todo. Esa misa del parcerito con los Ritmos del Pueblo de Dios Clásicos Volumen I, me recordó que no puedo ser tan mierda como creía ser. Que mi valía todavía se alojaba refundida en algún recoveco de mi ser, entre mi miedo a vivir de manera distinta y dejar ir.